sábado, 11 de abril de 2009

Mi Irene


Reconozco que no estoy acostumbrado a que Irene se encuentre enferma. El que siga tomando el pecho (cosa que en la época de nuestras abuelas era lo normal , pero no en ésta de multinacionales fabricantes de leche en polvo, biberones y chupetes) la ha vuelto más resistente a los virus. Sin duda. Aunque eso no quita para que también se acatarre. Como ha sucedido estos dos últimos días. La diferencia con respecto a otros resfriados ha sido que la fiebre haya llegado a cuarenta y no haya habido forma de bajarla hasta después de veinticuatro horas (anoche incluso la llevamos a urgencias: segunda vez que va en dos años).

Sé que es una exageración por mi parte reaccionar así, pero es que no soporto verla enferma. No lo soporto, no lo soporto, no lo soporto. Me invade un malestar físico que me cuesta mucho dominar. Imagino que se me aparecen de nuevo los fantasmas de aquella espantosa semana que, recién nacida, la niña tuvo que pasar ingresada en neonatos y, acto seguido, me sale el padre pelín histérico que llevo dentro.
Escribo esto cuando acabo de bajar de ponerle el termómetro por enésima vez. Treinta y siete con cinco, con seis, con siete (párate ya, coño), con ocho, con nueve. Ahí se detiene. Parece que las rogativas a San Dalsy y San Febrectal han empezado a surtir efecto. Amén.

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