martes, 28 de diciembre de 2010

Constatación fehaciente de que hablando de gafas ni mucho menos es oro todo lo que reluce

Los hombres que llevan gafas siempre me han parecido de lo más interesante. No sé, les da un aire de misterio que a mí, lo confieso, me deja desarmada. Nuria dice que lo que yo tengo es mucho cuento, porque, según ella, los hombres que a mí me van, como a todas, rica, son los hombres guapos y que lo de la debilidad por las gafas no es más que una monserga que me he acostumbrado a repetir cada vez que alguien me pregunta que en qué me fijo primero cuando conozco a un tío. Vamos, como los que aseguran que, de entrada, lo que les llama la atención de una mujer son sus manos, su boca o su voz, en lugar de reconocer, los muy hipócritas, que los ojos se les van detrás de las tetas y el culo de la pobre ingenua que se cree todas esas pamplinas. Quién sabe, quizá tenga razón. Aunque, de todos modos, a Nuria tampoco hay que hacerle mucho caso.

Pues eso, que las gafas eran algo que me daba morbo.

Hasta que me pusieron unas.

Entonces descubrí cosas de las que nadie me había hablado: que hay días en los que se ve peor con ellas que sin ellas, que se empañan cuando entras en los bares, cuando hay niebla, cuando metes la nariz en el tazón del desayuno o cuando destapas la olla de las lentejas. También se empañan cuando lloras y cuando pelas cebollas. Y cuando abres el horno. Si no se empañan, se ensucian y aparecen pestañas, motas de polvo, huellas de tus dedos (o de dedos de otros). Y si tienes las pestañas largas, con cada parpadeo se forman rayitas hasta que acabas viendo el mundo codificado.

Luego viene lo de los besos. Si besas a alguien que no lleva gafas, le clavas la montura en la cara. Y si los dos las lleváis te puedes quedar enganchada a él igual que los ciervos que salen por la tele peleándose por una hembra. Consecuencia: tienes que torcer la cara para darle un beso. Claro, queda el recurso de quitárselas. Pero esto conviene hacerlo solamente cuando estéis ya en el asiento de atrás del coche y todo esté oscuro.

Antes no.

Aún me acuerdo del morenazo turco que la envidiosa de Nuria, aprovechando que había ido un momento al cuarto de baño para limpiar los dichositos cristales, me birló en la última fiesta de bienvenida a los nuevos alumnos extranjeros.

Y eso sí que no se lo perdono.

(De De los espacios cerrados, Fundación José Manuel Lara, 2006)

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